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Conferencia pronunciada ante los estudiantes de arte de la Real
Academia en Westminster, por Oscar Wilde, el 28 de junio de 1883.
En la conferencia que tengo el honor de pronunciar
ante vosotros esta noche no quiero daros ninguna definición abstracta de
la belleza. Porque los que trabajamos en el arte no podemos aceptar
teoría alguna de la belleza a cambio de la belleza misma, y así, lejos
de intentar aislarla en una fórmula dirigida al intelecto, tratamos, por
el contrario, de materializarla en una forma que proporcione alegría al
alma por medio de los sentidos. Queremos crearla y no definirla. La
definición debería seguir a la ejecución: la obra no debería adaptarse a
la definición.
Nada hay, en realidad, más peligroso para el joven
artista que una concepción cualquiera de la belleza ideal; se ve
constantemente arrastrado por ella, ya sea hacia una lindeza desmayada o
hacia una abstracción muerta; por eso no debéis, para alcanzar el
ideal, despojarlo de su vitalidad, Debéis hallarlo en la vida y
re-crearlo en el arte.
Mientras que, por un lado, no quiero daros ninguna
filosofía de la belleza (pues lo que quiero esta noche es averiguar cómo
podemos crear el arte y no cómo podemos hablar de él), por otro lado,
no tengo intención de tratar un tema como el de la historia del arte
inglés.
Y, para comenzar, esta expresión, el arte inglés, es una expresión vacía de sentido. Igual podría hablarse de las matemáticas inglesas.
El arte es la ciencia de la belleza, y las matemáticas son la ciencia
de la verdad; no existe ninguna escuela nacional de la una o de la otra.
En realidad, una escuela nacional es una escuela provincial
sencillamente. No existe tampoco escuela de arte. Hay únicamente
artistas, y esto es todo.
En cuanto a las historias del arte, carecen de todo
valor para vosotros, a no ser que busquéis el olvido ostentoso de un
profesorado de arte. No sería para vosotros de la menor utilidad saber
la época del Perugino o conocer el lugar del nacimiento de Salvador
Rosa; todo cuanto debierais aprender del arte es a reconocer si un
cuadro es bueno o malo solo con verlo. En cuanto a la época del artista,
toda obra buena parece perfectamente moderna: un trozo escultórico
griego, un retrato de Velázquez, son siempre modernos, incluso en
nuestro tiempo. Y en cuanto a la nacionalidad del artista, el arte no es
nacional, sino universal. Con respecto a la arqueología, en fin,
evitadla por completo: la arqueología es sencillamente la ciencia de
encontrar una disculpa para el arte malo; es la roca contra la cual se
estrellan y naufragan numerosos artistas jóvenes; es la sima de la que
no vuelve jamás un artista, ya sea viejo o joven. O, si retorna, está
tan cubierto por el polvo de los años, que resulta completamente
irreconocible como artista, y tiene que esconderse para el resto de sus
días bajo el birrete de profesor o como simple ilustrador de la historia
antigua. Podréis comprender la falta de valor de la arqueología en arte
por el solo hecho de su popularidad. La popularidad es la corona de
laurel que el mundo teje para el arte malo. Todo lo popular es falso.
Ya que no tengo intención, por consiguiente, de
hablaros de la filosofía de lo bello o de la historia del arte, me
preguntaréis de qué tema voy a hablaros. El tema de mi conferencia de
esta noche es: Cómo se hace un artista y qué es un artista, cuáles son
las realizaciones del artista con su ambiente, qué educación debería
poseer el artista y cuáles las cualidades de una buena obra de arte.
Hablemos de las relaciones del artista con su
ambiente, palabra por la que entiendo el siglo y el país en que ha
nacido aquel. Todo arte bueno, como ya he dicho, no tiene nada que ver
con un siglo en particular; las condiciones que producen esas cualidades
son diferentes. Y lo que creo que deberíais hacer es realizar
totalmente vuestro siglo, a fin de separaros por completo de él;
recordad que, si sois fielmente un artista, no seréis el portavoz de un
siglo, sino el dueño de la eternidad; que todo arte se basa en un
principio y que las simples consideraciones temporales no son principio
alguno, y que los que os aconsejan que creéis un arte representativo del
siglo actual os aconsejan que produzcáis un arte que vuestros hijos,
cuando los tengáis, encontrarán pasado de moda . Pero me diréis que nuestro tiempo es un tiempo inartístico, y que el artista sufre grandemente en este siglo
Evidentemente. Yo seré el primero en no negarlo.
Pero recordad que no ha habido jamás edad artística o pueblo artístico
desde el comienzo del mundo. El artista ha sido, y sera siempre, una
bella excepción. No hay ninguna edad de oro del arte, sino únicamente
artistas que han producido lo que es más dorado que el oro.
¡Cómo! -me diréis- Y los griegos, ¿no fueron un pueblo artista?
Pues bien: los griegos no lo fueron,
indudablemente; aunque quizá os referís a los atenienses, ciudadanos de
una ciudad entre mil.
¿Créeis que fueron un pueblo artista? Examinadlos,
hasta en la época de su más elevado desarrollo, durante la última parte
del siglo V antes de Jesucristo, cuando tenían los más grandes poetas y
los más grandes artistas del mundo antiguo, cuando el Partenón se
levantaba en plena belleza a requerimiento de un Fidias, cuando el
filósofo hablaba de la sabiduría a la sombra de un pórtico pintado y la
tragedia se desenvolvía en la perfección del espectáculo y del pathos ,
entre los mármoles del teatro. ¿Eran un pueblo artista? En absoluto.
¿Qué es un pueblo artista sino un pueblo que ama a los artistas y
comprende su arte? Los atenienses no hacían ni lo uno ni lo otro.
¿Cómo trataron a Fidias? A él le debemos la época
más grande, no sólo en el arte griego, sino en todo arte: me refiero a
la introducción del empleo de modelos vivos.
¿Y qué diríais si todos los obispos ingleses
sostenidos por el pueblo inglés, bajasen un día de Exeter Hall a la Real
Academia y se llevaran a sir Frederick Leigthon en un coche
celular a Newgate, acusándole de haberos permitido emplear modelos vivos
para vuestras pinturas sagradas?
¿No os alzariais contra la barbarie y el
puritanismo de semejante idea? ¿No les explicariais que la peor manera
de honrar a Dios es deshonrar al hombre creado a su imagen y que es obra
de sus manos; y que si se intenta pintar a Cristo, debe buscarse la
persona que mayor semejanza tenga con él, y si se desea pintar una
virgen, a la más pura joven que se conozca?
¿No os precipitariais a incendiar Newgate, si fuera
preciso, y a proclamar que semejante cosa no tiene precedente en la
historia? ¡Sin precedente! Pues bien: eso fue exactamente, lo que
hicieron los atenienses.
En la sala de los mármoles del Partenón en el British Museum ,
veréis un mármol apoyado sobre el muro. En su parte superior hay dos
personajes: un hombre, cuyo rostro está oculto a medias, y otro, que
muestra los divinos rasgos de Pericles. Por haber hecho eso, por haber
introducido en un bajo relieve tomado de la historia sagrada de Grecia
la imagen del gran hombre de Estado que gobernaba a Atenas en aquella
época, Fidias fue encarcelado, y allí, en la celda común de Atenas,
murió el artista sumo del mundo del arte.
¿Creéis que fue este un caso excepcional? El signo
de una época filistea es el grito de inmoralidad contra el arte, y este
grito fue lanzado por el pueblo ateniense contra todos los grandes
poetas y los grandes pensadores de su tiempo: Esquilo, Eurípides,
Sócrates. Igual aconteció en Florencia en el siglo XIII. Las bellas
obras se deben a los guildas o concejos y no al pueblo. Desde el día en que los guildas perdieron su poder y el pueblo las sustituyó, la belleza y la honradez del trabajo acabaron.
Así, pues, no habléis nunca de un pueblo artista: semejante cosa no ha existido jamás.
Acaso me digáis que la belleza exterior del mundo
se ha alejado casi totalmente de nosotros, que el artista no vive ya en
medio del magnífico ambiente que, en tiempos pretéritos, era la herencia
natural de cada cual, y que el arte es muy dificil en nuestra ciudad
feísima, donde, cuando váis a vuestro trabajo por la mañana o cuando
volvéis de él por la noche, tenéis que cruzar calles de la más necia
arquitectura que haya visto jamás el mundo; arquitectura en la que toda
adorable forma griega esta profanada y deshonrada, reduciendo las tres
cuartas partes de Londres a no ser mas que unos bloques cuadrados de las
más viles proporciones, tan alargadas que resultan feas y tan pobres
como pretenciosas, con la puerta del vestíbulo siempre de un color
inadecuado y las ventanas de un tamaño también inadecuado, y donde,
hasta cuando estáis cansados de mirar las casas y os volvéis hacia la
propia calle, únicamente podéis ver sombreros de tubo, hombres - sandwiche, buzones escarlata, y eso a riesgo de ser aplastado por un ómnibus verde esmeralda.
¿No es difícil el arte -me diréis- en semejante ambiente?
Evidentemente, lo es; pero el arte no fue nunca, por lo demás, fácil.
Vosotros mismos no querríais que fuera fácil, y, además, no merece la
pena de hacerse más de lo que el mundo llama imposible.
Sin embargo, no esperaréis que se os conteste con
una paradoja. ¿Cuáles son las relaciones del artista con el mundo
exterior, y cuál es el resultado que para vosotros representa la pérdida
de un ambiente magnífico? Es esta una de las más importantes cuestiones
del arte moderno; no hay punto sobre el que insista tanto Ruskin como
sobre la decadencia del arte originada por la decadencia de las cosas
bellas; y que cuando el artista no puede nutrir su mirada de belleza, la
belleza se aleja de su trabajo.
Recuerdo una de sus conferencias, donde, después de
haber descrito el aspecto sórdido de una gran ciudad inglesa, nos trazó
el cuadro de lo que era el ambiente artístico en otro tiempo.
- Pensad, -nos dijo con frases galanas y
pintorescas, cuya belleza sólo débilmente puedo reflejar- pensad en el
cuadro que se ofrecía por sí mismo a un dibujante de la escuela gótica
de Pisa, Nicolo Pisano, o a cualquier otro de sus discípulos, durante su
paseo de la tarde:
A cada lado de un límpido río veía levantarse una
fila de palacios deslumbrantes, de arcos y pilares numerosos,
incrustados de pórfido rojo y de ofita; a lo largo de los muelles, ante
sus puertas, cabalgaban grupos de caballeros, nobles por el rostro y la
estatura, con la coraza y el casco resplandecientes; caballo y hombre
eran un laberinto de colores singulares y de luz cegadora; las franjas
purpúreas, plateadas y escarlatas flotaban sobre los recios miembros y
sobre la cota de malla tintineante como olas sobre unas rocas a la
puesta del sol, donde, sobre cada orilla del río, había jardines, patios
y claustros; largas filas de pilares blancos entre guirnaldas de viñas;
fuentes brotando en medio de granadas y naranjos; y asimismo, a lo
largo de las avenidas de los jardines, y bajo la sombra carmesí de los
granados, moviéndose despaciosamente, grupos de las más bellas mujeres
que en Italia hayan nacido nunca (las más bellas por ser las más puras y
cuidadosas); instruídas en todo elevado conocimiento, como en todo arte
amable, en danza, en canto, en fino ingenio, en alta ciencia, en
valentía más alta aún y en el amor más elevado, capaces a un mismo
tiempo de deleitar, de encantar y de salvar el alma de los hombres. Por
encima de todo ese paisaje de perfecta vida humana, una cúpula rosada y
un campanario; más allá de la cúpula y el campanario, las laderas de las
colinas majestuosas, blancas, de olivos; encima, en la lejanía, al
norte, el mas purpúreo de las cimas de los Apeninos solemnes, las
montañas claras y escarpadas de Carrara, erguían sus cumbres marmóreas,
como llamas rígidas en el cielo de ámbar; el amplio mar mismo, ardiente
por su derroche de luz, extendiéndose desde sus plantas hasta las islas
Gorgonas, y por encima de todo esto, siempre presente, de cerca o de
lejos, entrevisto a través de las hojas de la viña, o reflejado con todo
su cortejo de nubes en las aguas del Arno, o aproximando sus azules
simas a la dorada cabellera y a las ardientes mejillas de la dama y del
caballero, aquel cielo puro y sagrado que fue en realidad para todos los
hombres, en aquellos días de ingenua fe, la morada indubitable de los
espíritus, así como la Tierra era la de los hombres, y que se abría
directamente por sus puertas de nubes y sus velos de rocío en la
solemnidad del mundo eterno; un cielo en el cual toda nube que pasaba
era literalmente el carro de un ángel, y cada rayo de su noche y de su
mañana exhalábase del trono de Dios. ¿Qué os parece esto como escuela de
dibujo?
Contemplad después el aspecto desalentador y
monótono de toda ciudad moderna, los oscuros trajes de los hombres y de
las mujeres, la arquitectura desnuda e insignificante, el ambiente feo e
incoloro. Sin una bella vida nacional, no sólo la escultura, sino todas
las artes, fenecerán.
En cuanto al sentimiento religioso del final de ese
pasaje, creo que no necesito hablar de él. La religión brota del
sentimiento religioso, el arte del sentimiento artístico; no obtendréis
nunca el uno del otro. A no ser que tengáis el vástago exacto, no
obtendréis la flor exacta, y si un hombre ve en una nube el carro de un
ángel, lo pintará de una manera muy poco parecida a una nube.
Pero en cuanto a la idea general de la primera parte de ese delicioso trozo de prosa, ¿será realmente cierto que un bello ambiente
resulte necesario para el artista? No lo creo; estoy seguro de que no.
En realidad, para mi, la cosa menos artística en nuestro siglo no es la
indiferencia del público por las cosas bellas, sino la indiferencia del
artista por las cosas llamadas feas. Pues para el verdadera artista nada
es feo o bello por sí mismo. Él no tiene que ver con los hechos del
objeto, sino solo con su apariencia, y esta es cuestión de luz y de
sombra, de posición y de valores.
La apariencia es, en realidad, una cuestión de
efectos simplemente, y de los efectos de la naturaleza es de lo que
debéis ocuparos, y no de las condiciones reales del objeto. Lo que
vosotros, pintores, tenéis que pintar no son las cosas tales como son,
sino como no son.
No hay objeto, por feo que sea, que en determinadas
condiciones de luz o de sombra, o en la proximidad de otros objetos, no
parezca bello; no hay objeto, por bello que sea, que en ciertas
condiciones no parezca feo. Creo que cada veinticuatro horas lo que es
bello parece feo y lo que es feo parece bello por una vez.
Y el caracter trivial de la mayor parte de nuestra
pintura inglesa me parece debido al hecho de que muchos de nuestros
jóvenes artistas miran únicamente lo que podríamos llamar la belleza ya hecha ,
siendo así que existís como artistas, no para copiar la belleza, sino
para crearla en vuestro arte, para lograrla y buscarla en la naturaleza.
¿Qué diríais de un dramaturgo que no hiciera
intervenir más que gentes virtuosas como personajes en sus obras? ¿No
pensaríais que olvidaba la mitad de la vida? Pues bien: el artista joven
que solo pinta cosas bellas olvida la mitad del mundo.
No esperéis que la vida sea pintoresca, sino
intentad ver por vosotros mismos la vida en condiciones pintorescas.
Estas condiciones podéis crearlas en vuestro estudio, porque son
únicamente condiciones de luz. Debéis esperarlas, buscarlas, elegirlas,
en la naturaleza; y si esperáis y buscáis, ya vendrán ellas.
En la calle Gower podéis ver, de noche, un buzón de pintoresco rotulado; en los muelles del Sena podéis ver policemen pintorescos. Venecia misma no siempre es bella, ni tampoco Francia.
Pintar lo que véis es una buena regla en arte; pero
ver lo que vale la pena ser pintado, es mejor. Mirad la vida en
condiciones pictóricas. Es preferible vivir en una ciudad de temperatura
variable que en una ciudad de alrededores maravillosos.
Ahora que hemos visto lo que hace al artista y lo
que este hace, ¿qué es el artista? Es un hombre que vive entre nosotros,
que reúne en sí propio todas las cualidades del arte más noble, cuyas
obras son un goce para todos los tiempos y que es, a su vez, un maestro
de todos los tiempos. Este hombre es Mr. Whistler.
Pero, diréis, el traje moderno, he aquí lo malo. Si
no podéis pintar paños negros, no hubierais podido pintar jubones de
seda. Un traje feo es preferible en arte, es un caso de visión y no de
objeto.
¿Qué es un cuadro? Ante todo, un cuadro no es más
que una superficie magnificamente coloreada, sin otra significación ni
otro mensaje espiritual para vosotros que el de un exquisito fragmento
de cristal veneciano o que un ladrillo azul del muro de Damasco. Es,
ante todo, una cosa puramente decorativa, que le complace a uno
contemplar.
Toda pintura arqueológica que os hace decir: ¡Qué curioso!, toda pintura sentimental que os hace decir: ¡Qué triste!, toda pintura histórica que os hace decir: ¡Qué interesante!, toda pintura que no os produce inmediatamente un goce artístico capaz de haceros exclamar: ¡Qué bello!, es una mala pintura.
No sabemos nunca lo que un artista va a hacer.
Naturalmente. El artista no es un especialista. Todas esas
clasificaciones en animalistas, paisajistas, pintores de ganado inglés
entre una niebla escocesa, pintores de carreras de caballos, pintores de
bull-terriers, todo eso es superficial. Si un hombre es un artista, puede pintarlo todo.
El objeto del arte es pulsar la cuerda más divina y
más secreta que produce música en nuestra alma; y el color es, en
realidad, por sí mismo, una presencia mística sobre las cosas, y se
asemeja a una especie de centinela.
Acaso creeréis que abogo entonces, simplemente, por
la técnica. No. Mientras quede el menor signo de técnica, el cuadro no
estará terminado. ¿Cuándo está terminado un cuadro? Cuando todo rastro
de trabajo, así como los medios empleados para lograr el resultado, han
desaparecido.
En el caso de los artesanos (el tejedor, el
alfarero, el herrero), se ve en su obra la huella de sus manos; pero no
sucede lo mismo con el artista.
El arte no debería tener otro sentimiento que el de
su belleza, ni otra técnica que lo que podéis observar. Debería poder
decirse de un cuadro, no que está bien pintado, sino que no está pintado.
¿Cuál es la diferencia entre el arte especialmente
decorativo y la pintura? El arte decorativo pone de manifiesto su
material; el arte imaginativo lo anula. El tapiz muestra sus hilos como
parte de su belleza; un cuadro anula su lienzo, no deja ver nada de él.
La porcelana hace resaltar su vidriado; la acuarela disimula el papel.
Un cuadro no tiene más significación que su belleza
ni otro mensaje que su alegría. Esta primera verdad en arte no la
debéis perder nunca de vista. Un cuadro es una cosa meramente
decorativa.
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